Después de diez días de detención en la policía de Investigaciones, Mario Benavente Paulsen fue conducido al Estadio Regional, recinto donde el Ejército tenía el control absoluto y Gendarmería la responsabilidad de vigilar a los detenidos. Los detectives, al entregarlo al Ejército, exigieron un certificado donde se establecía que el detenido se encontraba en buenas condiciones físicas. Cumplido el trámite, se retiraron del estadio.
Soldados en tenida de combate, con metralleta en mano, pistolas y granadas al cinto, ordenaron a Benavente lanzarse de bruces al suelo. Cayeron sobre él patadas y culatazos. De pronto, una voz de mando puso fin a la golpiza. Un teniente de Gendarmería se acercó y susurró al oído del prisionero:
No se preocupe… ¡Aguante! Su esposa está en el estadio y se encuentra bien.
Su esposa estaba viva, después de un mes de desaparición. Seguramente pronto podría verla. Era la noticia que más había deseado conocer. El duro maltrato podía soportarlo.
Benavente fue conducido por largos y oscuros pasillos de cemento hasta desembocar en la pista que circundaba la cancha de fútbol. En un sector de las graderías, centenares de prisioneros tratando de identificar al nuevo residente y ver en qué condiciones llegaba. El profesor caminó por la pista de atletismo y se dirigió al fondo de las graderías. No estaba permitido aproximarse a las alambradas. Benavente divisó a su esposa y le sonrió como nunca lo había hecho.